El salmista nos recuerda que lo que realmente agrada a Dios no son los sacrificios externos, sino un corazón quebrantado y humilde.
Dios permite que nuestro espíritu sea quebrantado porque sabe que en esos momentos de fragilidad es cuando más lo buscamos y nos acercamos a Él.
En la sensibilidad del corazón herido, el Señor gana nuestro afecto y nos atrae hacia su amor eterno.
La humildad se convierte en el camino que abre las puertas del reino de los cielos, pues solo un corazón rendido puede reconocer su necesidad de gracia.
El Espíritu Santo nos enseña a postrarnos ante Jesús, entregando todo orgullo y autosuficiencia, para vivir en completa dependencia de nuestro Dios.
Así, el quebranto no es un castigo, sino una oportunidad de encuentro. Cuando nos rendimos en sinceridad y humildad, descubrimos que Dios no desprecia nuestro corazón contrito, sino que lo transforma y lo llena de vida nueva.