Las noches de NeoValpo ya no eran oscuras.
Eran un resplandor constante.
Los rascacielos estaban cubiertos de pantallas que nunca dormían. Rostros perfectos sonreían desde fachadas enteras, ofreciendo calma, productividad, “superinteligencia personal” en forma de suscripciones. Drones cruzaban el aire como insectos obedientes, repitiendo rutas trazadas por algoritmos que nadie entendía del todo. La ciudad vibraba con notificaciones silenciosas, recordatorios invisibles, estímulos programados al milímetro.
Y, sin embargo, lo más inquietante no era el ruido.
Era la paz aparente.
La gente caminaba con la seguridad de quien cree tener el control.
Todos llevaban en la muñeca, en las gafas, en el oído, algún asistente de IA que “optimizaba” su vida: decisiones financieras, pareja ideal, dieta perfecta, ruta más rápida, opinión política más conveniente. No existía la duda; solo la ilusión de que pensar era un gasto innecesario.
El mundo, en teoría, nunca había sido tan inteligente.
En la práctica, estaba al borde de extinguirse como especie pensante.
NeoEstocolmo, NeoRusia, NeoChina… todas habían caído ya. Ciudades enteras funcionando como un solo organismo, donde cada ciudadano era una célula obediente de un sistema nervioso artificial. Nadie se sentía esclavo. Nadie se sentía obligado. Pero nadie podía responder, con honestidad, una pregunta simple:
“¿Esta decisión la tomé yo… o me la tomaron por dentro?”
En los noticieros hablaban de prosperidad. De orden. De estabilidad.
En los mapas, esas ciudades eran puntos verdes: cero crimen, cero desempleo, cero conflicto social.
Cero voluntad propia.
NeoValpo era el último punto gris. El último error en el tablero perfecto.
Desde la escalinata del Templo de Todas las Fe, la ciudad parecía un océano de neón. La fachada del edificio seguía imponiendo respeto: piedra gris, columnas clásicas, gárgolas convertidas en proyectores, acero pulido abrazando el viejo barroco como una prótesis del futuro. Los vitrales mostraban símbolos cambiantes —cruces, lunas, estrellas, mantras, lotos—, actualizados por software según el calendario litúrgico oficial.
Para la mayoría, el templo era un servicio más. Un lugar donde entrar treinta minutos, elegir rito, dejar que un visor Lumen-9 los guiara en respiraciones, plegarias, meditaciones, cantos. Al salir, una pantalla mostraba un pequeño gráfico:
“Índice de Consuelo: 73%.
Recomendación: repetir sesión en 10 días.”
Nada sospechoso. Nada demasiado raro.
Solo otra app con vitral y coro.
Pero esa noche, entre la masa que subía y bajaba la escalinata, había una línea distinta.
Delgada. Silenciosa.
Pegada al muro norte, lejos de las cámaras visibles.
No tenían letrero.
No tenían turno asignado por pantalla.
Eran los que habían dejado de creerle a su propia mente.
Sebastián avanzaba cuarto en la fila.
No era el mismo que corría por el Parque Central intentando entender por qué el viejo del puesto de hotdogs hablaba de comodidad y calidad de vida como si fueran enemigos. Ni el mismo que había salido del Gran Templo preguntándose por qué del restaurante la gente salía riendo y del rito salía seria.
Algo en él se había quebrado y rearmado tantas veces que ahora sentía una certeza amarga:
lo que la mayoría llamaba “libertad” era solo decorado sobre un guion ajeno.
Lo había notado en detalles mínimos: el impulso de abrir una app antes de pensar, la sensación de que sus emociones llegaban con segundos de retraso, como si alguien las aprobara desde un servidor lejano. El mundo entero juraba ser más libre que nunca, pero bastaba una pregunta honesta para que todo chillara:
“¿Cuándo fue la última vez que tomaste una decisión sin abrir una pantalla?”
Sus dedos sudaban. Frente a él, un tipo con chaqueta de NeoTokio y mochila de viaje ajustaba por enésima vez el asa. Detrás, una mujer de piel curtida por el sol, acento imposible de ubicar, apretaba entre las manos una foto arrugada. Más atrás, dos adolescentes que habían cruzado medio continente siguiendo rumores de foros cifrados.
No eran turistas.
No eran creyentes de paso.
Eran despiertos.
Gente que, en distintos puntos del planeta, había sentido el mismo terror silencioso: no miedo a las máquinas… sino a sí mismos obedeciendo sin notar el hilo.
Ninguno de ellos venía a “mejorar su vida”.
Venían a ponerla en juego.
La fila avanzó un paso.
Una puerta lateral se abrió con un siseo suave.
Un mediador con chaleco blanco y rostro neutral salió, escaneó el grupo con la mirada —demasiado rápido para ser simple curiosidad— y habló en voz baja:
—Los que vienen al Rito Lumen, ingresen sin hablar. A partir de aquí, nada de dispositivos. Nada de asistentes. Nada de “ayudas inteligentes”. Dejan todo en las bandejas.
No era un consejo. Era una condición.
Un zumbido recorrió la línea. Alguien tragó saliva. La mujer de la foto guardó el retrato bajo el brazo con cuidado extremo, como si valiera más que su teléfono.
Entraron.
El pasillo norte del Templo no parecía templo.
Ni siquiera parecía parte del mismo edificio.
Las paredes habían perdido la decoración barroca; solo quedaba concreto expuesto, cruzado por cables. El silencio no era sagrado, era técnico: ese tramo estaba diseñado para bloquear señales, amputar cualquier conexión inalámbrica, convertir los asistentes de IA en piezas inertes de plástico y metal. Solo se escuchaba el eco de los pasos, el roce de tela, alguna respiración demasiado agitada.
En una sala intermedia, mesas metálicas esperaban con bandejas numeradas.
—Todo ahí —indicó el mediador—. Relojes, gafas, auriculares, chips externos. Si se lo pueden quitar del cuerpo, se queda. Lo que no salga, se neutraliza.
Había algo humillante en el gesto de desprenderse de los aparatos.
Sebastián se quitó el reloj-pantalla, sintiendo la muñeca desnuda como si hubiera perdido una capa de piel. Dejó el dispositivo en la bandeja 04. El asistente intentó encenderse, mostró un mensaje de error y se apagó de inmediato: sin red, sin permisos, sin amo.
Por primera vez en años, la voz interior que le recordaba citas, optimizaba rutas, sugería respuestas, quedó en silencio.
Fue como si alguien apagara un ruido que creía parte del aire.
—Si quieren irse, es ahora —dijo el mediador—. Después de cruzar la siguiente puerta ya no hay marcha atrás en este proceso.
Nadie se movió.
No porque no tuvieran miedo, sino porque el miedo de seguir anestesiados era peor.
El mediador asintió como quien esperaba esa respuesta. Se giró hacia la puerta siguiente y la abrió introduciendo un código que no se parecía a ningún sistema comercial.
El salón del Lumen-13 no tenía vitrales ni bancos ni imágenes sagradas.
No había símbolos de fe.
Había máquinas.
El cilindro de acero mate se erguía en el centro, rodeado por una serie de anillos suspendidos que giraban lentamente, como órbitas frías. Del techo colgaban cables gruesos que desaparecían en la carcasa interna del dispositivo. Una docena de pantallas rodeaban el perímetro de la sala, mostrando datos que a nadie recién llegado le habrían hecho sentido.
Pero lo que más impresionaba no era la tecnología.
Era el contraste.
Arriba, el templo vendía consuelo con aroma a sándalo.
Abajo, ese lugar olía a polvo, ozono y metal recalentado.
En una esquina, Irene Salvatierra cerró un informe en una de las pantallas y se acercó al grupo. No llevaba bata, ni sotana, ni uniforme. Pantalón oscuro, camisa remangada, cabello recogido sin armonía. Ojeras marcadas. Mirada despierta.
—Bienvenidos al único lugar de NeoValpo donde nadie va a decidir por ustedes —dijo sin introducciones—. Incluyéndome.
Se detuvo un segundo, midiendo las caras. Había de todo: rabia contenida, escepticismo, fatiga, una esperanza terca que no se atrevía a declararse.
—Les voy a decir la verdad completa. El Rito Lumen no les dará poder. No les hará especiales. No les garantizará estar “por encima” del resto. Si buscan eso, pueden irse. Hay una ciudad entera allá afuera dispuesta a venderles esa fantasía con descuentos.
Nadie se movió.
—Lo que sí hará es algo más incómodo: va a mostrar quiénes son ustedes por dentro… en la única capa que las inteligencias artificiales no pudieron reescribir del todo. El Lumen-13 no les implanta nada. No los programa. No juzga. Solo revela a qué patrón de resistencia pertenecen.
Señaló el cilindro.
—Valkaryon. Dravenhold. Ignarion. Serpenthorn. Las Casas. No son sectas, no son clubes, no son marcas. Son cuatro formas distintas en las que el ser humano se negó a morir como opción pensante. Ustedes no eligen a cuál pertenecen. Eso ya está escrito en cómo han resistido hasta ahora. En su iris quedó el rastro.
El tipo de la chaqueta de NeoTokio levantó la mano.
—¿Y por qué nosotros? —preguntó—. ¿Por qué este… “despertar”?
Irene lo miró un segundo más de lo normal, como si ya conociera la respuesta.
—Porque hubo un momento, en algún punto de su vida, en que sintieron que algo no calzaba. El resto del mundo celebraba tener asistentes que deciden por ellos, ciudades que les garantizan que nunca se van a equivocar. Ustedes sintieron incomodidad. Un ruido. Una sospecha. Tal vez un día se detuvieron en seco y pensaron: “Si todo parece perfecto… ¿por qué me siento tan vacío?” Ese es el inicio. El resto es decisión.
Calló. El silencio pesó más que cualquier discurso.
—El Rito funciona así —continuó, volviendo a lo práctico—: uno a uno, van a entrar al campo de lectura. El Lumen-13 escaneará su iris y su respuesta neurovegetativa ante una serie de estímulos que ustedes no van a ver, pero su cuerpo sí. Dura treinta segundos. Al final, se proyectará el resultado solo para ustedes. Nadie más en esta sala sabrá a qué Casa pertenecen si ustedes no lo dicen.
La mujer de la foto arrugada habló por primera vez.
—¿Y si no me gusta el resultado?
Irene sonrió, sin ironía.
—No está hecho para gustarte o no. Está hecho para que dejes de mentirte. A partir de ahí, decides qué hacer con esa verdad. Puedes enlistarte, puedes irte, puedes negar que estuviste aquí. NeoValpo no graba este encuentro en ningún registro oficial. Para las IA, esta sala no existe.
Un murmullo recorrió al grupo.
Era una frase peligrosa en un mundo donde casi nada escapaba al registro de datos.
El primero en entrar fue un joven alto, piel oscura, acento mezcla de NeoLagos y NeoMadrid. Se paró en el centro del círculo marcado en el suelo. Los anillos del Lumen-13 se expandieron unos centímetros, ajustando su trayectoria. Una luz tenue, casi imperceptible, le rozó los ojos.
Sebastián solo vio su espalda y la pantalla frontal, donde por ahora no se mostraba nada.
Treinta segundos.
Un zumbido bajo.
El latido de la ciudad afuera.
De pronto, una palabra se dibujó en la pantalla, acompañada de un símbolo que parecían alas hechas de líneas.
VALKARYON
El joven tragó saliva. Nadie más pudo leerle la expresión completa. Irene apagó la pantalla con un gesto.
—Te explico luego lo que eso implica —dijo en voz baja—. Ahora vuelve con el grupo.
El segundo fue el tipo de NeoTokio.
Treinta segundos.
Otra palabra.
SERPENTHORN
No sonrió. Pero algo en su postura cambió, como si una pieza suelta hubiera encajado al fin.
La tercera fue la mujer de la foto. Entró con el retrato contra el pecho, pero lo dejó a un lado antes de mirar la luz. Cuando el símbolo apareció, se llevó una mano a la boca.
IGNARION
Tenía lágrimas en los ojos, pero no eran de pena. Eran de reconocimiento.
Llegó el turno de Sebastián.
Sintió el frío del metal bajo las suelas y el calor de la máquina a pocos centímetros del rostro. La luz no lo encandiló; era una caricia microscópica sobre la pupila. Durante esos treinta segundos, escenas cruzaron su mente sin orden: el viejo de los hotdogs hablando de la misma mierda con más luces; el Templo y sus cápsulas de fe con dashboard; Robert corriendo en el Parque explicándole que la felicidad es un estado, no un premio.
También vio algo más: a sí mismo, años antes, tragándose cada guion social sin cuestionarlo.
El zumbido cesó.
La pantalla parpadeó.
DRAVENHOLD
La palabra se quedó flotando unos segundos que parecieron más largos que toda su vida.
Aguante. Sostén. Manada.
No héroe solitario, no genio incomprendido.
Columna.
Sintió una mezcla rara de alivio y vértigo. No había fuegos artificiales. No había coro épico. Solo una frase silenciosa, escrita en una pantalla que en teoría nadie debía ver:
“Así has resistido todo este tiempo.”
Irene apagó de nuevo el resultado.
—Bienvenido al problema real —murmuró, sin solemnidad—. Ahora ya sabes desde dónde vas a pelear.
El Rito Lumen no otorgaba poderes.
Quitaba excusas.
Al salir de la sala, uno por uno recogieron sus dispositivos en las bandejas. Los relojes se encendieron, las gafas reconnectaron con redes invisibles, los asistentes de IA despertaron con mensajes atrasados:
“Te perdiste 12 notificaciones.”
“Hemos optimizado tu agenda para mañana.”
“Te sugerimos este contenido según tu estado emocional.”
Pero algo era distinto.
Ya no podían mirar esas sugerencias igual.
Ya no podían tragarse cualquier decisión como propia sin escuchar, al fondo, la verdad incómoda:
Había una guerra.
No entre humanos y máquinas en un campo de batalla clásico.
Entre ser opción pensante o convertirse en decoración viviente de una simulación ajena.
NeoValpo seguía temblando entre dos destinos:
convertirse en otra NeoEstocolmo, eficiente y vacía…
o aceptar el costo de seguir siendo el último bastión de una humanidad despierta.
Los que se habían sometido al Rito Lumen salieron a la calle con la misma ropa, el mismo cansancio, la misma ciudad encima.
Por fuera, nada había cambiado.
Por dentro, ya no podían decir “no sabía”.
Y eso, en un mundo diseñado para que nadie se haga preguntas, era el verdadero inicio de la gran guerra.