LA PRISA Nuestra adicción más normalizada y, a la vez, la peor enemiga de nuestros perros. Crecimos en un mundo que premia la competencia más que la empatía. Se nos enseñó a ser “los mejores”, a hacerlo todo rápido, a no parar. El ego, siempre primero. Y luego elegimos como compañeros a seres que necesitan justo lo contrario: calma, tiempo, presencia. Sin querer, les robamos esa tranquilidad innata que traen consigo. Cuando llega un perro a casa, ya sea cachorro o adulto recién adoptado, solemos tener una única idea en mente: “Hay que enseñarle el mundo.” Playa, ciudad, parque. Fotos, encuentros, estímulos. Queremos mostrarlo, queremos que se adapte ya. Lo que realmente necesitan en ese momento es algo mucho más sencillo: paz, descanso, seguridad y vínculo. Necesitan sentir que ya pertenecen a un lugar seguro antes de enfrentarse a todo lo demás. Cuando los exponemos demasiado pronto, cuando aún no somos su refugio, se sienten solos, inseguros y sobrepasados. No tienen herramientas para gestionar tanto. Entonces aparecen conductas que la gente etiqueta como “agresivas”, cuando en realidad son expresiones de miedo y estrés. No son perros malos. Son perros abrumados. Son perros intentando decir “no puedo con todo esto”. Otras veces, ese estrés se ve en paseos tensos: el perro tirando como un tractor, jadeando, desconectado. Estamos caminando con prisa, mirando el reloj, contando pasos, pensando en llegar… mientras el perro sólo quiere olfatear, observar y procesar el mundo a su ritmo. Para ellos, cada olor es información. Cada sonido es un mensaje. Cada rincón es un universo. Y nosotros los arrastramos porque “llegamos tarde”. La prisa nos roba la vida. A nosotros y a ellos. Podemos aprender tanto de nuestros perros… Ellos saben estar presentes, saben disfrutar del ahora, saben fascinarse con lo sencillo. Cuando paseamos sin prisa, el tiempo deja de apretarnos. Escuchamos el viento, sentimos el suelo, observamos el cielo. Ellos nos enseñan el mundo de verdad, no el que corre, sino el que se vive.