La inteligencia artificial como herramienta para escritores: entre el recelo y la oportunidad
En los últimos meses he observado un aumento significativo de la polémica en torno al uso de la inteligencia artificial en el ámbito literario que ha revelado algo más que recelo técnico: siento que ha aflorado un puritanismo laico, severo y tácitamente moralista, que convierte el acto de escribir en un rito de iniciación solitaria, casi ascético. Desde ciertos sectores, se nos observa con una mezcla de condescendencia y reproche —como si el mero hecho de apelar a una herramienta de apoyo implicara una renuncia tácita a la gravedad del oficio, o peor: una falta de fe en la palabra misma. No se cuestiona lo que escribimos, sino cómo nos atrevemos a aproximarnos a ello. No me sorprende: toda nueva tecnología que entra en un territorio tradicionalmente asociado a la sensibilidad humana despierta, casi de inmediato, una mezcla de fascinación, inquietud y rechazo. La historia de la escritura está llena de estos momentos: el paso del pergamino al papel, de la pluma estilográfica a la máquina de escribir, de ésta al procesador de texto. Cada avance alteró las prácticas existentes, y en cada transición hubo voces que alertaron del “peligro” de perder la esencia. Entiendo perfectamente las reservas hacia la IA, especialmente cuando se utiliza para generar textos completos que diluyen la autoría o imitan estilos ajenos. Esa es, con razón, la parte más problemática del debate. Sin embargo, no es así como la empleo en mi trabajo. Para mí, la IA es una herramienta de apoyo, no un sustituto. La utilizo del mismo modo en que acudiría a un corrector profesional, a un editor en una fase temprana o a un informe de lectura. No reemplaza mi voz, mis ideas ni mi estilo: me ayuda a ver lo que yo, por cercanía al texto, no siempre percibo. Señala incoherencias, ilumina fallos de ritmo, propone reorganizaciones posibles. La creación —lo que verdaderamente define a un autor— sigue siendo mía. Pienso que, como escritores, tenemos la responsabilidad de mantenernos vinculados a las herramientas contemporáneas. La realidad editorial, nos guste o no, ya incorpora tecnologías de análisis de manuscritos, edición asistida y detección de patrones lingüísticos. Pretender ignorarlo no frena su avance; solo nos sitúa en desventaja frente a quienes deciden explorarlo con criterio. La resistencia absoluta a cualquier novedad tecnológica nunca ha protegido la literatura: a lo sumo, ha aislado a quienes la rechazan.