NeoValpo nunca debió existir (arco las 4 casas)
(introducción a las 4 casas de La Resistencia) Las sirenas lejanas se mezclaban con el zumbido de los drones mientras NeoValpo encendía su segunda piel de neón. Los rascacielos proyectaban anuncios sobre fachadas enteras; promesas de felicidad a crédito, éxito en doce cuotas, calma en solo tres respiraciones guiadas. A nivel de calle, sin embargo, los rostros seguían tensos, los hombros caídos, las miradas perdidas en algo que no sabían nombrar. Sobre la plaza central, el Templo de Todas las Fe dominaba el espacio como un animal antiguo injertado a la fuerza en el futuro: piedra gris erosionada, columnas clásicas, gárgolas reconvertidas en proyectores de luz, acero pulido abrazando los techos como si el siglo XXI hubiera decidido colonizar el barroco en silencio. De las torres brotaba un resplandor suave que no era divino ni sagrado: era un algoritmo optimizado para invitar a entrar. La gente subía por las escalinatas con paso rápido, algunos con culpa, otros con prisa, casi todos con el mismo gesto opaco de quien viene a que le acomoden algo por dentro. Adentro, hileras de cápsulas Lumen-9 esperaban como sarcófagos minimalistas: visores de fe, hápticos sutiles, difusores de aromas calibrados para cada rito, audio diseñado para arrullar la mente. Un mediador con chaleco blanco guiaba a una pareja: —Seleccionan tradición, idioma, duración… al salir pueden pasar a la Sala de Silencio. Todo parecía limpio, moderno, funcional. Ningún milagro, pero sí una sensación de orden. En las pantallas del pasillo corrían métricas anónimas: índices de consuelo, tiempos medios de permanencia, porcentajes de retorno mensual. Una liturgia con dashboard. Nadie miraba hacia abajo. En un nivel -3, al que no llegaba ningún peregrino ni turista, el Templo era otra cosa. El aire olía a metal caliente y polvo antiguo. Los vitrales no filtraban luz, solo cables; la piedra desnuda estaba cruzada por nervaduras de fibra óptica que latían como venas frías en penumbra. En el centro de la sala, una máquina ocupaba casi toda la altura: un cilindro de acero mate abrazado por anillos de cristal oscuro, como si alguien hubiera decapitado un telescopio y lo hubiera enterrado ahí.