Una sola vez vi a papá enojado. Empujó a mamá, dio un portazo y se fue. Nunca más lo vi así; jamás nos gritó. Nos explicaba el porqué de todo: por qué ir al colegio, terminar lo que habíamos empezado, lavarnos los dientes, razonar en vez de estudiar de memoria. No sé… creo que mi vocación de psicóloga se la debo a él. Mamá era más figuretti. Se fijaba en los detalles. Decía: «¿Qué van a decir si te ven así? O si llegás tarde, inventá una excusa, no hay que quedar mal». Cosas por el estilo. Un día, estaba encerrada en mi habitación, estudiando para un final. Camilo, que tenía 14 años, entró, me miró por un segundo y preguntó: —¿Estás estudiando? —Estaba repasando, Cami, pero ¿qué necesitás? —Hablar con vos… —hizo una pausa—, pero mejor lo dejamos para otro día. Camilo era inseguro. Siempre estuvo medio perdido; quiero decir, como que todo le daba igual. En casa hablaba de todo pero no te contaba nada personal. Nunca supe qué le gustaba. Mamá lo apañaba. No era caprichoso, pero le daba todos los gustos y él terminaba haciendo lo que quería. En cambio con papá, era un soldadito. Le obedecía sin chistar. Pensé: «¿Hablar conmigo? Desde cuándo este pibe quiere hablar. Seguro tiene un sapo atragantado». Así que le contesté: —Pasá. Cerrá la puerta —dejé el libro sabiendo que trasnocharía, y continué— y charlemos. Cerró la puerta, pero se quedó agarrando el picaporte. Después se apoyó en la puerta y, señalándome con el dedo, dijo: —Que no se te ocurra reírte de mí. —¡Jamás! ¿Qué te está pasando? —Me parece que me gustan los chicos. Bajó la mirada y yo tragué para acomodar mis latidos, mis palabras, y le contesté: —¿Me parece?, ¿por qué decís me parece? —¿Por qué digo? —Levantó la vista hacia el techo—. No sé… —hizo una pausa, volvió a mirarme y continuó—. Cuando hablo con los chicos, todos dicen: —Las tetas de tal están buenas o el culo de la otra—. Se quedan mirándolas como idiotas. Casi todos debutaron. Yo… —volvió a mirar el piso. —Cami, no es una carrera. Además, ¿cuándo ves a un chico sentís que te gusta?