Cuando el Espíritu Santo llega a nuestras vidas, no solo nos visita, sino que nos transforma profundamente. Su presencia nos conduce a reflejar el carácter de Cristo, moldeando nuestro corazón y nuestra mente para vivir conforme a Su ejemplo.
El fuego del Espíritu Santo es más que un símbolo: es guía y dirección. Ese fuego nos impulsa a caminar por el camino estrecho de Dios, un sendero que no siempre es fácil, pero que nos conduce con certeza hacia la eternidad prometida.
Aceptar el fuego del Espíritu implica rendición. Al negarnos a nosotros mismos y permitir que la voluntad de Dios gobierne, nuestra alma se une de manera sobrenatural con el Espíritu. Es una colaboración divina en la que dejamos de vivir para nuestros propios deseos y comenzamos a vivir para el propósito eterno de Dios.
Así como en Pentecostés las lenguas de fuego reposaron sobre los discípulos, hoy ese mismo fuego puede reposar sobre nosotros, encendiendo una vida de obediencia, santidad y poder para testificar.